sábado, 3 de enero de 2015

PASAR UNA CRUJÍA



Alberto Casas.

Suele suceder, a veces con demasiada frecuencia, que a lo largo del camino por el que transcurren nuestras vidas, con velocidad constante e inalterable, según afirma Petrarca, nos toque sufrir ¿y a quién no? algún que otro quebranto, ya sea de índole económico, ya sea de naturaleza familiar, o que afecte dolorosamente a nuestra salud física y mental, eventos que inevitablemente nos instalan en una situación más o menos angustiosa y, en todo caso, incomoda; son trances amargos a los que nos referimos coloquialmente diciendo que estoy pasando una crujía, o he pasado una crujía cuando la mala racha se ha superado, con mayor o menor fortuna.
   Esta castiza forma de calificar los percances que padecemos o hemos padecido, ya se utilizaba, que se sepa, en el siglo XV, y Cervantes, ya metidos en el XVII, la emplea en la obra versificada Viaje del Parnaso:

Hecha ser la crujía se me muestra
de una luenga y tristísima alegría,
que no en cantar, sino en llorar es diestra
(por ésta entiendo yo que se diría
lo que suele decirse a un desdichado
cuando lo pasa mal: pasó crujía).
           
   El significado del vocablo crujía lo encontramos en cualquier diccionario que consultemos, incluso los más actualizados, y nos hemos decantado  (cualquiera otro sirve) por acudir a la Enciclopedia del Mar.
           
Crujía.- Línea central de la cubierta, en el sentido proa-popa y paralela a la quilla. En las galeras, espacio libre o corredor de popa a proa, entre los bancos de los remeros.

   Como vemos, el dicho pasar una crujía guarda una estrecha relación con el término náutico que lo define, y esta vinculación se enmarca dentro de las reglas de policía establecidas en las Ordenanzas Marítimas destinadas a  velar y mantener la disciplina a bordo de los navíos, necesarias para una navegación óptima, tanto en periodos de paz como de guerra, con buen o mal tiempo, prescribiéndose castigos que se estimaban ejemplares y que debían de servir de aviso y escarmiento a los más díscolos y revoltosos, especialmente en las tripulaciones formadas por reclusos, forzados y las enroladas por el casi siempre brutal procedimiento de las levas, que se justificaba proclamando que se trataba de la recolección de ociosos y vagos para el servicio de los bajeles de Su Majestad. En los navíos de guerra a la pena de la crujía se le llamaba correr la bolina, y sufrir la carrera de baqueta en el ejército.
   Sin duda, hoy estimamos excesivamente rigurosos, crueles e incluso inhumanos muchos de los castigos que se imponían y que, sin remisión, se aplicaban con el rigor, no exento de solemnidad, que las leyes penales marítimas determinaban en supuestos tales, como los de desobediencia, negligencia, desidia, rendirse al sueño, robo y el peor de todos, el motín.
   Para cualquiera de estos hechos, y aun de otros, estaban legislados los correspondientes correctivos a ejecutar de acuerdo con la gravedad de la falta o delito juzgados, y entre ellos, podemos destacar algunos, como reducir las raciones alimentarias, así como las del vino y el agua; descargar sobre las espaldas desnudas del convicto una tanda de azotes que oscilaban entre 50 y 200, latigazos que podían ser de mosqueo (como si estuviesen espantando moscas del dorso del reo), o terminar dejándolo tumbado en el catre, boca abajo, sin poderse mover durante una buena temporada; o colgarlo de lo alto de una entena por los pulgares; o pasarlo por debajo de la quilla (éste era de los más temidos); o ahorcarlo del palo mayor, o pasar la crujía, es decir, recorrer la cubierta por el centro, generalmente de popa a proa, recibiendo en la cabeza, la espalda o donde cayeran, los golpes que en su carrera le iban propinando los tripulantes colocados a ambos lados de la crujía. Ni que decir tiene que la contundencia de la pena dependía de la mala uva de los que manejaban los instrumentos de tormento, palos, estrobos mojados, rebenques, etc.
   Sebastián de Covarrubias (Tesoro de la Lengua Castellana o Española. 1611), lo define de esta manera:

Passar crugía es verse en peligro de que unos y otros le maltraten, tomada la semejanza de cierto castigo que se suele hazer en galera, haziendo passar a uno por la crugía hasta el cabo, de popa a poa, t los remeros o forçados de una y otra vanda le dan tantos porrazos que lo medio matan.

   Un buen ejemplo de la efectividad de estas normas coercitivas lo encontramos en el Quijote (II-63), donde se narra el episodio vivido por el caballero andante y su leal escudero, cuando fueron invitados a embarcar en una galera surta en el puerto de Barcelona; las maniobras para hacerse el navío a la mar produjeron en Sancho Panza una gran impresión, mezcla de asombro e incredulidad.

Entraron todos en la popa, que estaba muy bien aderezada, y sentáronse por los bandines; pasóse el cómitre en crujía y dio señal con el pito que la chusma hiciese fuera ropa, que se hizo en un instante. Sancho, que vio tanta gente en cueros, quedó pasmado, y más cuando vio hacer tienda con tanta priesa, que a él le pareció que todos los diablos andaban allí trabajando

   No serían tanto el asombro y la incredulidad de saber las consecuencias que hubiesen recaído sobre la chusma de no haber obedecido, inmediatamente y en un instante, las ordenes del cómitre desde la crujía. Las señales del pito convirtieron a los diablos en angelitos.
   Hasta finales del siglo XIX no se empezaron a suavizar los preceptos de humillación corporal a bordo de los buques.
   Queda claro que la frase pasar una crujía expresa bastante gráficamente la enjundia del pueblo para trasladar a su lenguaje coloquial los malos tragos que, quieras o no, hemos de apurar y soportar, antes o después, o siempre, durante el discurrir por este nuestro valle de lágrimas.