domingo, 15 de junio de 2014

LA MISA SECA O NÁUTICA.

Alberto Casas.

                La cuestión sobre si debían de celebrarse oficios religiosos en altamar, especialmente a bordo de los navíos que cumplían misiones reales, se plantea a partir del momento en el que las Ordenanzas de las Armadas Navales de la Corona e Aragón, dictadas por Pedro IV el Ceremonioso (1354), establecen que, en un acto solemne, el rey entregue el estandarte real al Almirante o Capitán General de la Armada para su exhibición en el castillo de popa de la nave Capitana.
   El protocolo exigía que las tripulaciones, antes de hacerse a la mar, debían oír misa, confesar y comulgar, sacrificio que se realizaba en tierra dado el poco espacio de las naves para que a bordo se celebrara, quedando exentos del cumplimiento de esta obligación los componentes de la chusma, es decir, los remeros de las galeras que en aquella época la formaban voluntarios asalariados, buenas boyas, que embarcaban con una serie de privilegios, especialmente en cuanto a su religiosidad, forma de expresarse, conducta en tierra firme, o tropelías que  se pasaban por alto en consideración a la dureza del trabajo que desarrollaban.
   Las expectativas empeoraron en cuanto la chusma se cubrió con galeotes y esclavos, moriscos, gitanos, y gente, en general, constituida por delincuentes, infieles y descreídos, capaces de cualquier desmán (motines, traiciones, etc), situación de ninguna forma adecuada para llevar el Santísimo Sacramento en las galeras durante sus navegaciones. Por lo tanto, la presencia de al menos un sacerdote a bordo de la nave Capitana era meramente testimonial, de auxilio a los moribundos, escuchar su confesión y poco más, ya que la pequeñez de la nave, humedad, habitual compañía de ratas, malos olores, temporales, encuentro con enemigos, peligro de naufragio, posibilidad de ser apresada por  piratas, sobre todo turcos y berberiscos, excluía cualquier otra misión, como la de decir misa ante la práctica imposibilidad de guardar y cuidar, con la solemnidad necesaria, los ornamentos sagrados, especialmente el cáliz y las sagradas formas, sin olvidar la importancia que se daba a la calidad del aceite, de la cera y del vino de la consagración. En algunas crónicas, incluso se lee que la Eucaristía no puede estar en ningún lugar donde libremente se usen un lenguaje blasfemo e irreverente, en clara alusión a la conducta escandalosa de la  chusma.
   Por estas razones, la misa quedaba limitada a su celebración en tierra, antes de zarpar las naves, y en puerto a su arribada. Es un acuerdo que tácitamente se establece entre las autoridades eclesiásticas y las civiles, acuerdo que Roma corrobora tácitamente, aunque en ninguna Bula o en otro documento pontificio se aluda expresamente a su prohibición. Al respecto, una consulta que se hace  a Juan Burkardo, maestro de ceremonias del Papa, éste constesta:In loco fluctuante vel in mari et fluminibus celebrare non licet alicui.  Este interdicto se justifica, además, con la sentencia que se prescribe a raíz del Concilio de Trento, donde se ordena a los obispos que no toleren que se celebre este santo sacrificio por seculares o regulares, cualesquiera que sean, fuera de la Iglesia y oratorios dedicados únicamente al culto divino, que los propios ordinarios han de señalar y visitar. Obviamente, y a tenor de esta norma, un navío no reunía los requisitos para dedicarlo a dicho culto divino.        
   El Obispo de Mondoñedo, Antonio de Guevara, de su experiencia de un viaje por mar que hizo acompañando a Carlos V, escribió en tono irónico y satírico  El Arte de Marear, que trata de los muchos peligros, abusos e incomodidades  a que estarán sometidos los que por motivo de un viaje o cualquier otra cuestión ajena a la vida marítima embarquen en una galera, y refiriéndose a la chusma dice:

La mar es capa de pecadores y refugio de malhechores, porque en ella a ninguno dan sueldo por virtuoso ni le desechan por travieso.

   En definitiva se queja de que en la galera no se deja de jugar, hurtar, adulterar, blasfemar, trabajar, ni navegar, ni en domingos y días festivos, ni en Pascua, Semana Santa o Cuaresma. Esta y otras lindezas explican, sobradamente, la exclusión de la misa a bordo.

Es previlegio de la galera que ni marineros, ni remeros, ni ventureros, ni los otros oficiales que andan en la mar tomen pena, ni aun tomen conciencia por no oír las fiestas misa.

   Eugenio de Salazar, en 1573, dice de los galeones que hacían la Carrera de Indias:

Me aliñé lo mejor que pude, y salí del buche de la ballena o camareta en que estábamos y vi que corríamos en uno que algunos llamaban caballo de palo y otros rocín de madera. Y otros pájaro puerco, aunque yo lo llamo pueblo, y ciudad, mas no la de Dios, que descubrió el glorioso agustino, porque no vi en ella templo sagrado, ni casa de la justicia, ni a los moradores se dice misa.

   La falta de este auxilio espiritual en la mar, se compensaba, como ya se ha dicho, con la obligación de obtenerlo en tierra:

Es saludable consejo que todo hombre que quiera entrar en la mar, ora sea en nao, ora sea en galera, se confiese y se comulgue y se encomiende a Dios, como bueno y fiel cristiano, porque tan en ventura lleva el mareante la vida como el que entra en una aplazada batalla.

   Este saludable consejo se convirtió en ley mediante Real Cédula expedida por Felipe II en Lisboa el 10 de Febrero de 1582, prescribiendo que no se le pague ni gane sueldo a quienes no cumplan con esta obligación. En la misma se establece que tanto los agustinos, como los dominicos, franciscanos y jesuitas repartan sus sacerdotes en Sanlúcar de Barrameda y Cádiz para decir las misas completas y administrar los sacramentos a las tripulaciones y pasajeros de las naves que vayan a zarpar a las Indias.
   Sin embargo, la duración de los viajes trasatlánticos y sus peligros evidentes dio lugar a la invención de la misa seca, en la que el sacerdote oficiaba el santo sacrificio exceptuando la consagración y comunión, con la ventaja de que el sacerdote podía decirla en cualquier momento e incluso varias veces al día ya que, al no comulgar, no necesitaba estar en ayunas, como era preceptivo.
   La misa seca ya se había practicado en la antigüedad y era llamada también misa náutica, aunque fue suprimida por los abusos que con esta modalidad se cometieron, pero parece ser que fue restablecida por los navegantes portugueses en sus largas y penosas singladuras a la India, viajes que, con suerte, no se realizaban en menos de dos o tres meses, expuestos, además de los avatares propios de toda navegación, a otras situaciones, como enfermedades (escorbuto, por ejemplo); esta práctica litúrgica (la misa seca) se trasladó a los navíos españoles que hacían la Carrera de Indias, sin que haya constancia fehaciente de la intervención de las autoridades eclesiásticas en dicha decisión, que duró un  siglo aproximadamente, hasta que estalló la polémica entre teólogos y canonistas sobre la licitud y validez de este tipo de celebración en las naves.  Por un lado, se argumentaban la falta de seguridad y de respeto debidos que se exigían en viajes tan largos; la seguridad se garantizaba en cuanto la celebración sólo tenía lugar en días de calma, y el respeto se mantenía, bien en la cámara de popa, o en la cubierta donde se podían levantar el altar con las colgaduras, tapices y reposteros que dieran el realce que el ritual se merecía, y, asimismo, el peligro de la chusma había desaparecido, excepto en las galeras mediterráneas, ya que los grandes navíos, naos y galeones, únicamente utilizaban las velas como medio de propulsión.
   En el debate intervinieron las más importantes Universidades de España y Portugal, siendo decisivos los dictámenes de Salamanca, Alcalá, Coimbra y Evora, que se unieron a los tres puntos del P. Francisco Suárez :

1).-  Es lícita la celebración sin dispensa del Papa.
2).- Es conveniente, sin embargo, solicitar de los obispos para los    viajes a la India y a las Indias, al no existir peligro de efusión de la Sangre de Cristo, debitis cautelis (celebración en lugar decente).
3).- Es un gran consuelo para los navegantes saber que en peligro inminente de muerte pueden recibir el Viático.

   La opinión del P. Suárez fue determinante para la aprobación, de palabra, de los Papas Clemente VIII y Paulo V. Por otra parte lado, el Arzobispo de Goa, Alejandro de Meneses, y con la aprobación, oral también, del Nuncio de Lisboa y ante la presión de los jesuitas, autorizó el Santo Sacrificio de la misa a bordo de los galeones indianos. Esto ocurría alrededor del año 1610, aunque constancia de su celebración completa en alta mar no se tiene hasta 1617, durante el viaje que realizó desde Goa a Lisboa el carmelita español Fr. Redento de la Cruz, acompañando al embajador de Persia.
   Los españoles no lograron este privilegio hasta el año 1621 gracias a una gestión que por tal motivo realizó en Roma el misionero leonés Hernando de Villafañe. La práctica continuada avaló la licitud de la misa completa a bordo de los navíos, ritual que se estableció obligatorio en las Ordenanzas de la Armada de finales del siglo XVVIII
   De todas formas, el triunfo de los canonistas tuvo durante mucho tiempo el parecer contrario de los teólogos que, en 1627, ordenan al Arzobispo de Manila que prohiba la celebración de misas en los barcos. La negación del privilegio llega al extremo de no tolerarse ni aun estando las naves en puerto (respuesta de la Congregación de Ritos a una consulta del Arzobispo de Lima)..
   La insistencia de los teólogos se basaba en que no existía ningún documento pontificio autorizando o propiciando la misa en el mar, documento que  aparece en 1706 en el que Clemente X otorga, expresamente, el privilegio a la Orden de Malta.  Sólo se excluyó del privilegio de la Santa Misa a las galeras, incluso la Real de D. Juan de Austria, que antes de entrar en combate contra el turco en Lepanto (1571), se arrimó a la Fosa de San Juan para que en tierra se dijera la misa del Espíritu Santo oficiada por don Jerónimo Manrique, Vicario General de la Armada de la Santa Liga.