lunes, 1 de diciembre de 2014

EL PASTELERO DE MADRIGAL

Alberto Casas.          

Al norte de Ávila  está situada la villa de Madrigal de Altas Torres, famosa, no sólo por su célebre convento de las madres agustinas de Nuestra Señora de la Victoria, sino porque en ella se fraguó la trágica patraña protagonizada por el farsante Gabriel de Espinosa que montó, o se brindó a interpretar la zafia pantomima con la cooperación del monje agustino portugués fray Miguel dos Santos, vicario del convento desde hacía once años, y en el que se hallaba enclaustrada, desde los seis años de edad, la desgraciada doña Ana de Austria, hija natural del héroe de Lepanto, que se negaba a profesar los votos de la Orden pues imperaba en su espíritu y en su razón la rebeldía ante la injusta y forzada reclusión conventual ordenada por su tío el rey Felipe II, sin que el tiempo ni el austero recogimiento lograran aplacar sus incontenibles ansias de libertad y de disfrutar de la vida mundana que a una mujer de su temple y rango correspondía.
    El fraile se hallaba desterrado por su adhesión al pretendiente don Antonio, prior de Crato,  hijo de una judía llamada la Pelicana y del infante don Luís, duque de Beja, hermano del rey Juan III de Portugal. El azar o el fruto de un plan preconcebido entre 1593 y 1594, aparece por Madrigal un tal Gabriel de Espinosa, de oficio pastelero, acompañado de su ama, la gallega Inés Cid y de una niña pequeña que dice llamarse Isabel Clara Eugenia, como la hija mayor y favorita de Felipe II. Inmediatamente entabla una gran amistad, si es que no provenía de antes, con fray Miguel de Espinosa, quien, a la vez, le presenta a la reclusa conventual doña Ana de Austria, convenciéndola de que se trata del desaparecido don Sebastián I, el verdadero rey de  Portugal, derrotado por los moros en la batalla de Alcazarquivir, en 1578, donde murieron cerca de 30.000  portugueses aunque el cadáver del rey nunca se encontró, lo cual dio lugar a que se produjera un movimiento milenarista llamado sebastianismo, basado en el convencimiento de que el rey estaba vivo y muy pronto aparecería ante su pueblo. Los orígenes de esta doctrina pseudo profética, se remontan a la difusión de la obra Paráfrase e Concordança de Algunas Profecías de Bandarra, escrita entre 1536 y 1540 por el zapatero de la villa de Trancoso (Portugal) Gonzalo Anes Bandarra, en la que, en una serie de trovas, profetiza la venida a Portugal de un soberano mesiánico llamado O Encoberto, que instaurará la paz universal y el triunfo de la Cristiandad. Bandarra fue quemado por la Inquisición en el Auto de Fe celebrado en Lisboa en 1542, aunque se duda de que tuviera sangre judía, y muchos historiadores sostienen que fue indultado y desterrado a su pueblo de Trancoso, donde murió.

  La desaparición de don Sebastián y la muerte sin descendencia de su único y legítimo heredero, el anciano cardenal-infante don Enrique en 1580, justifican los derechos de Felipe II, hijo de Dª Isabel, mujer de Carlos I, que a su vez era hija de don Manuel de Portugal, títulos que el monarca español resenta para la unificación de la península ibérica con la anexión de Portugal: “yo  lo heredé, yo lo compré y yo lo conquisté”, alega el Rey Prudente, que en principio fue reconocido por los portugueses en las Cortes de Thomar en 1581, tras la muerte del Infante don Enrique. Sin embargo, parte de los portugueses reaccionan convirtiendo al Encoberto en el añorado don Sebastián, abonando la creencia de que muy pronto se presentará expulsando al usurpador español.
   El fraile Miguel dos Santos, que había conocido al rey en Lisboa, afirmaba que el pastelero era sin duda alguna don Sebastián, y una gran semejanza debía tener según lo describen los cronistas de la época:

en el talle, figura del cuerpo, facciones del rostro, ojos azules, cabello rubio donde no era cano, las cejas del mismo color, la boca y lo demás del aire y compostura, y en el modo de hablar arrojadizo y determinado, en los meneos y modo de andar, de lado. Y aunque era algo más enjuto de rostro que el rey don Sebastián, según su edad, se persuadió de los trabajos que había padecido

   Poco trabajo les costó embaucar a la incauta doña Ana que ya se veía ciñendo la corona de Portugal y casada con el que creía su primo, para lo cual requirió la oportuna licencia del Papa, así como una carta para el pretendiente don Antonio refugiado en París, y otra para el rey de Francia solicitándole ayuda, incluso militar si fuera preciso. El pastelero emprendió viaje con unas joyas que la monja le dio para cubrir sus gastos, pero el fingido rey, una vez llegado a Valladolid, hizo ostentación de las alhajas que llevaba en un burdel donde fanfarroneó de su real condición. La ramera que le acompañaba, sospechando que podían ser robadas, lo denunció a la justicia que inmediatamente procedió a su arresto. Su declaración interesó al Alcalde de Crimen de la Chancillería  don Rodrigo Santillán, que intuyó se trataba de un caso grave e importante y que su intervención podía beneficiarle provechosamente en su carrera, así que retuvo al impostor del que obtuvo la confesión plena de la conspiración urdida, procediendo inmediatamente a su encierro en la cárcel de Medina del Campo, mientras el fraile fue conducido a Madrid. Ambos fueron acusados de alta traición y el pastelero, además, de embustero y que siendo hombre baxo se hizo persona real. Gabriel de Espinosa fue ahorcado el 1 de Agosto de 1595, su cuerpo arrastrado y descuartizado y su cabeza expuesta en el potro de Madrigal, mientras que el fraile, una vez degradado, fue ahorcado en Madrid el 19 de Octubre, y su cabeza clavada al lado de la de su cómplice. Doña Ana fue condenada a encierro perpetuo en un convento de Ävila y la pérdida de todos sus títulos, y la infeliz Inés Cid a sufrir una tanda de azotes y la expulsión del pueblo.
   Felipe II, desde el Escorial, siguió con gran atención las incidencias del proceso, falleciendo en 1598 sin otorgar a su sobrina el perdón que reiterada y vehemente le suplicaba. Más compasión tuvo Felipe III de su arrepentida prima, permitiéndole volver al convento de Madrigal en el que llegó a ser Priora, y más tarde Abadesa del monasterio de las Huelgas en Burgos.








martes, 28 de octubre de 2014

HISTORIA NATURAL DEL LIBRO (Rocas, arcillas, papiros, incunables,... )



  Alberto Casas.

El libro, tal como hoy lo conocemos, en realidad no es más que un producto emanado de la Naturaleza, del liber, o sea de la parte interior de la corteza de las plantas, que la humanidad durante miles de años esperó a que el hombre aprendiera a manifestar sus sentimientos, fantasías y necesidades, a través de una representación ideográfica que pudiera ser entendida con claridad y facilidad. Este instrumento de comunicación visual se constituye, desde el primer instante, en el depósito del pensamiento humano, mensaje precursor de la escritura inventada por el dios Toth (el Hermes griego), que se transmite y evoluciona mediante un milenario proceso mental encaminado a que signos, símbolos y figuras revelen unas reglas vitales de las que dependerá la supervivencia del género humano. Este artilugio intelectual es el fundamento de la escritura, la qubbu sumeria.

 Las primeras muestras ilustradas realizadas por el hombre, la pintura y la escultura, son esencialmente escritura y lectura a la vez. Más tarde, el perfeccionamiento y recreación de estas expresiones gráficas se convierten en arte. Altamira, Cartailhac, Lascaux, Twytelfontein y tantas otras calificadas como santuarios del arte rupestre, en realidad lo son de la escritura rupestre. Fuego, escritura y lectura impulsan la universal peregrinación en la que irán desapareciendo los más débiles, los inadaptados y los analfabetos.
   Con la aparición de la agricultura, la domesticación de algunos animales y el abandono de las cavernas, el hombre comienza a esquematizar las grafías recurriendo al material que tiene a mano, blando, maleable y en abundancia: la arcilla (tittum en sumerio), sustancia que se moldea a discreción y que es la misma que usó el Creador para fabricar al primer hombre. El bisonte, el buey, el toro y el camello se representan con trazos muy simples: es el Aleph, cuyo desarrollo culmina en el Alefato y posteriormente en el Alfabeto, invención, dicen, de los fenicios, allá por los 1.100 a. C.: aquellos fenicios que vinieron con Cadmo trajeron a la Hélade el alfabeto que hasta entonces había sido desconocido, creo yo, por los griegos (Homero).
   Las tabillas de barro pueden considerarse los primeros libros de la Historia, siendo famosas las alrededor de 20.000 encontradas en 1849 en Ninive por Layard en la biblioteca del rey Assurbanipal, y de las más famosas en el mundo entero son las que contienen el Poema de Gilgamesh, y estamos hablando de hace unos 5.000 años. Las tablillas se grababan con un instrumento duro, delgado y afilado, el estilo, de hueso, madera o metálico, precursor del cálamo, hecho de la parte hueca de la caña o de la pluma de las aves. La tablilla podía fabricarse del tamaño que conviniera y lo escrito podía borrarse o conservarse mediante su secado. Era portátil, fácil de transportar y almacenarse.              
   Pero casi simultáneamente, en las riberas inundadas del Nilo crecía y abundaba el papiro (cyperus papyrus), usado, desde tiempos muy antiguos como remedio curativo y nutritivo. Cabe la conjetura que de su manipulación terapéutica surgiera la idea de unir las delgadas láminas del tallo para elaborar lienzos aptos para escribir sobre ellos. El proceso, complejo y secreto, proporcionaba folios (hojas) de hasta 5 y 6 metros de largo por 1 de ancho que, para guardarlos en vasijas o transportarlos de un lado a otro, necesitaban ser enrollados sobre un cilindro de madera o de metal al que los romanos daban el nombre de  umbilicus (ombligo): es así como aparece el volumen: Dícese de los libros que antiguamente eran como hojas o cortezas de los árboles que se enrollaban o envolvían, aunque se generalizó la acepción de rollos, o cartas, según los griegos. El papiro permitía, no sólo una escritura más pulcra, sino que los signos iban articulándose con un valor fonético concreto para cada uno de ellos, fundamento del alfabeto que los fenicios adaptaron a sus peculiaridades lingüísticas y caligráficas, propagándolo por todos los pueblos del Mediterráneo.

    Seguramente, la biblioteca de Alejandría es la más famosa de la Historia y se señala su fundación en el siglo IV a. J.C., bajo el reinado de Ptolomeo I Sóter. En dos grandes edificios, el Museo y el Serapeum, se empezaron a colocar la ingente cantidad de libros que llegaban de todo el mundo conocido, hasta alcanzar la cifra de 700.000 rollos o volúmenes, perfectamente ordenados y clasificados por autores, temas, antigüedad, lengua y procedencia. Guerras, incendios, saqueos y terremotos acabaron con unos de los bienes culturales más valiosos de la humanidad. En Grecia abundaron las bibliotecas privadas y fue tal la afición a la lectura, que se inventó el verbo pateo para expresar que se patea un libro cuando es leído, repetidamente, una y otra vez.
   El rey de Pérgamo, Eumenes, se empeñó en tener una biblioteca capaz de competir, en cantidad y calidad, con la de Alejandría, pero Ptolomeo V prohibió la exportación de papiros previendo una competencia que le dañaría gravemente. Esta carencia se suplió probando la escritura con los cueros de diversos animales, ensayos origen del empleo de las pieles de ovejas, debidamente pulidas y tratadas, sustituyendo ventajosamente al papiro; estas pieles se bautizaron con el apelativo de pergaminos en homenaje a la ciudad de Pérgamo. Se trataba de un material más duradero, fuerte y flexible, en el que se podía escribir por ambas caras e incluso borrar lo escrito y escribir otra obra distinta; este nuevo texto se llama palimpsesto, y el artificio fue muy utilizado en la Alta Edad Media. Existía un tipo de pergamino de mejor calidad y más fino, la vitela,  que se obtenía de reses recién nacidas o nonatas. Un método innovador fue la invención de coser unas con otras hasta completar el discurso, denominándose Códice (del latín Codex: libro, obra manuscrita. Por derivación, Código) al bloque de hojas manuscritas y cosidas, conceptuándose como Códices los libros de esta traza, hasta la aparición de la imprenta.
   En la Edad Media, los monjes implantaron el sistema de agregar a los Códices las portadas, es decir, la primera hoja del libro en la que se consigna el título, nombre del autor, fecha y cualesquiera otros datos identificativos de la obra, a la que más tarde se añadieron las cubiertas o tapas protectoras, así como el colofón, donde, al final, se explicaba el trabajo realizado, significado de las abreviaturas, etc. (suele haber cierta confusión al distinguir la portada de la tapa o cubierta). En esta época, se producen Códices iluminados y miniados, principalmente los Beatos, portentosas obras de arte, únicas e irrepetibles.

   Sobre el siglo XII aparece el papel (etimológicamente, de papiro) y en España hay constancia de que en 1150 se fabricaba en Játiva. En principio se le consideró un material ruín, llegando a prohibirse como elemento útil de escritura. Con la invención de la imprenta, la industria del libro sufre un cambio radical, pues el manuscrito desaparece prácticamente para dejar paso a la letra impresa. El inicio del revolucionario sistema se data el 15 de Agosto de 1456, con la impresión, página por página, de la Biblia de 42 líneas del orfebre Juan Guttemberg (1399-1468), en su taller de Maguncia. A partir de este momento, la imprenta se establece en Europa y el papel va imponiéndose sobre el pergamino. En España, varias ciudades se disputan el honor de haber instalado la primera imprenta, aunque parece ser que fue en Segovia, en 1471/2. Todos los libros impresos entre 1456 y 1500 reciben el nombre de Incunables.

   Con la imprenta, el libro tuvo una gran difusión, pues de un mismo ejemplar podían tirarse cientos y miles de copias que facilitaban la lectura y el acceso a la cultura del pueblo llano y, especialmente, a las Universidades. El imperio del papel y las nuevas técnicas en la impresión, linotipia, fotograbado, offset, informática, etc., han contribuido, y contribuyen, al desarrollo cultural de los pueblos. No olvidemos que el vocablo liber, libro, significa también libre, y liber-tas, libertad.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

EXPULSION DE LOS JUDIOS

            El 30 de marzo de 1492 los Reyes Católicos publican el Decreto de expulsión de los judíos:

por la qual mandamos a todos los judíos y judías, de cualquier edad que sean, que bien e moran e estan en los dichos nuestros reynos y señorios, asy los naturales dellos como los non naturales, que en cualquier manera y por cualquier causa hayan venido y estan en ellos, que, fasta en fin  del mes de julio primero que viene deste presente año, salgan todos de los dichos nuestros reynos y señorios, con sus fijos e fijas e criados e criadas, e familiares judios, assi grandes como pequenyos, de cualquier edad que sean…

   Se trataba de una medida drástica, irreversible y polémica pero de estricto y puntual cumplimiento, que no por esperada y en gran parte deseada, produjo ante el hecho consumado, consternación y desasosiego que el propio Colón anota en el proemio de su Diario de Navegación: Así que después de haber echado fuera todos los judíos de todos vuestros reinos y señoríos…. Indudablemente había un clamor general contra las aljamas judías denunciando sus falsas conversiones, abusos y crímenes, muchos inventados o atribuidos, creando una situación de inquina, desprecio y odio hacia ellos, marranos, alborayques, tornadizos y otras calificaciones despectivas, inquina que se venía gestando desde muy antiguo y que culminó con la matanza en 1391 de más de 4000 judíos en Sevilla, provocada por las virulentas predicaciones del Arcediano de Ecija Ferrán Martínez, ¡conversión o muerte!, tumulto trágico con la aquiescencia de Roma, situación que determinó se produjeran conversiones masivas, muchas de ellas de las principales autoridades civiles y religiosas de la comunidad hebrea, como la del gran rabino de Castilla Abraham Seneor, que al bautizarse, apadrinado por los Reyes Católicos, adoptó el nombre de Fernando Pérez Coronel (se suponía marchito el linaje Coronel) y su yerno Mayr, de Trujillo, el de Fernando Núñez Coronel. Otro Coronel, Pedro, colaboró con el cardenal Cisneros en la redacción de la Biblia Poliglota.
   A pesar  de todo fueron muchos los que desempeñaron en la Corte cargos de gran relieve y responsabilidad, como el tesorero de la Santa Hermandad. Samuel Abolafia, que fue nombrado Comisionado de Subsidios para la guerra de Granada. El gran rabino de Burgos Salomón Ha-Leví, se cristianó como Pablo de Santa María, llegando a ocupar  los puestos de Obispo de Cartagena, de Burgos y Gran Canciller del Reino. De familias de conversos (anuzim ) eran Alonso de Cartagena, hijo de Santa María, que representó a Castilla en el Concilio de Basilea. Andrés de Cabrera, casado con Beatriz de Bobadilla, personas de la mayor confianza de Isabela la Católica. Gabriel Sánchez, tesorero general. Josué Ha-Lorqui, bautizado como Jerónimo de Santa Fe fue médico personal del Papa Benedicto XIII (Papa Luna) al que representó en la Disputa de Tortosa (1413-1414) enfrentándose a 22 rabinos con la misión de convencerlos para que confesaran los errores de la doctrina mosaica y reconocieran la fe cristiana como la única verdadera; ante presiones y amenazas de toda índole, los rabinos optaron por declarar la falsedad del judaísmo y su voluntad de abrazar el cristianismo, actitud que siguieron miles de adeptos, labor en la que intervino eficazmente San Vicente Ferrer que además colaboró con el Papa en la redacción de la bula Contra los Judíos. Asimismo, en la elaboración de la ya mencionada Biblia Poliglota participaron, al lado del citado Pedro Coronel, los conversos Alonso de Zamora, Juan de Vergara, Demetrio Ducas, Diego de Zúñiga y Hernán Núñez el Pinciano.
   Uno de los casos más sorprendentes y de integridad es el de de Isaac ben Yeshuda Abravanel, agente financiero de la reina Isabel a la que sacó de grandes apuros económicos en diferentes ocasiones y siempre dispuesto a ayudarla; padre de León Hebreo, el filosofo autor de los célebres Diálogos, se negó a apostatar de su religión, prefiriendo el exilio: Por centurias, vuestros descendientes pagarán por los errores de ahora; a pesar de tan duras palabras dirigidas a los reyes y de la prohibición de que los judíos non saquen  oro, nin plata, nin moneda arrendada, a Abravanel se le permitió embarcar en Valencia llevándose prácticamente toda su fortuna.
   Desde 1465 se había prohibido la construcción de nuevas sinagogas y decretada la separación de su emplazamiento de las comunidades cristianas, y en 1485 se les obliga a permanecer en sus aljamas durante los domingos y festividades cristianas, así como la prohibición de entrar en ellas a las mujeres cristianas o que sirviesen a judíos.
   El número de expulsados que salieron principalmente por los puertos de Cádiz, Puerto de Santa María, Cartagena, Valencia, Barcelona y Laredo, han sido y continúan siendo discutidas, discutibles y discrepantes sus listas. Para Abraham Zacuto entre 150.000 y 200.000, Abravanel calcula 300.000, mientras que Muntzer lo deja en 100.000, el padre Mariana llega hasta los 8000.000 y Zurita rebaja la cantidad a la mitad, 400.000, mientras Kamen solo estima 40.000 o 50.000, aunque las cifras más fiables se centran entre los 120.000 y 150.000, que se acercan bastante a las 35.000 familias que evalúa el eclesiástico Bernáldez (1450-1513), el Cura de los Palacios (Memorias de los Reyes Católicos), 35.000 casas de judíos, de los que muchos murieron en el camino, bien por hambre, enfermedad, atracos, expolios y otras causas, y por otro lado, entre 25.000 y 50.000 prefirieron convertirse y regresar nuevamente a España, Sefarad, aunque que una parte se dispersó por el norte de África, incluido Egipto, Palestina, Siria y Turquía, y otra se instaló en Bulgaria, Inglaterra, Países Bajos, Sicilia y algunos llegaron hasta la India y China. En Portugal les permitieron la estancia de 8 meses pagando una cantidad. La realidad es que no se trató solamente de una decisión dura y aislada, sino que la misma o de mayor gravedad y escarnio la habían venido sufriendo a lo largo y ancho de la Historia, y un nuevo Holocausto les esperaba en pleno siglo XX.


domingo, 24 de agosto de 2014

LUIS I, REY DE ESPAÑA




Alberto Casas.        

Este rey, desconocido por gran parte de los españoles, era el mayor de los cuatro hijos que Felipe V, nieto de Luis XIV y el primer Borbón que reinó en España, tuvo con su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya: Luis, Felipe Pedro, Felipe Pedro Gabriel y Fernando, que a la muerte de su padre reinó como Fernando VI. Al morir su esposa, el rey vuelve a contraer nupcias el 24 de Diciembre de 1714 con Isabel de Farnesio, mujer inteligente, autoritaria y ambiciosa que le dio siete hijos: Carlos, Francisco, Mariana Victoria, Felipe que fue rey de Parma, María Teresa Antonia Rafaela, Luis Antonio Jaime y María Antonieta Fernanda.
   Luís Antonio a los ocho años de edad ya lucía el capelo cardenalicio como Primado de España, pero colgó la purpúrea capa para contraer matrimonio morganático con María Teresa de Villabriga y Rozas y ostentar el título de XIII conde de Chinchón.
   Carlos heredó el trono de Nápoles y Sicilia, siendo el primero que ordenó se hicieran excavaciones arqueológicas de manera exhaustiva hasta sacar a la luz las ruinas de Pompeya y Herculano, sepultadas por la lava y cenizas arrojadas por la erupción del Vesubio en el año 79 d. J.C.; al fallecer su hermanastro Fernando VI sin sucesión, fue nombrado rey de España como Carlos III, llamado el mejor alcalde de Madrid. 
   Luis de Borbón y Saboya, el primogénito de Felipe V, había nacido en Madrid el 25 de Agosto de 1707, día que se conmemora la festividad de San Luís de Francia, motivo por el que se bautizó con ese nombre, y dos años más tarde, el 7 de Abril de 1709 fue proclamado príncipe heredero. Al morir su madre sólo tenía siete años de edad y su madrastra, Isabel de Farnesio, lo alejó de la Corte dejándolo en manos de tutores, entre ellos a Anne Maríe de la Trémoille, princesa de los Ursinos, que había sido Camarera Mayor de la fallecida reina y actuaba como agente de Luis XIV. Mientras tanto el rey se va despreocupando cada vez más de los asuntos de la nación debido, entre otras causas, a las continuadas crisis depresivas y neurasténicas que padece, así como estados prolongados de melancolía que en ocasiones le sumían en una total indolencia hasta el extremo de la pérdida del respeto de si mismo, incluso en sus actos más íntimos, llegando a recibir las visitas de personajes de la corte, diplomáticos, ministros y embajadores mientras hacía sus necesidades, ya fuera de pie o en cuclillas.
   En estas circunstancias, el rey en sus momentos más lúcidos, toma conciencia de que debe retirarse, posible decisión a la que se oponen tenazmente la reina y una serie de cortejadores, como el poderoso e influyente marqués de Grimaldo que, entre otras razones, aducen la juventud e inexperiencia del heredero, mientras que son muchos los partidarios del Príncipe de Asturias, argumentando que sobre cualquier otra consideración deben primar razones de Estado convenientes. El rey, finalmente y sorpresivamente, aunque las verdaderas causas no están demasiado claras, abdica en su hijo el 10 de enero de 1724, que sube al trono a los diecisiete años de edad como Luís I, y a quien el pueblo recibe con alborozo, calificándolo como un nuevo Moisés que ha de conducir a la nación a recuperar su verdadera identidad frente al espíritu galicano que se ha tratado de imponer, ya sea en las costumbres, en la vestimenta, la cocina, la arquitectura, etc; otros lo comparaban con don Pelayo, y circulaba un pasquín anónimo por Madrid en el que se leía: recobrará la perdida honra nuestra colocándonos en el antiguo trono de la fama, guiándonos valeroso por la senda de los triunfos.
    Ante estas esperanzas puestas en el nuevo rey, cariñosamente apodado Luisillo, empieza a llamársele también el Bienamado, el rey Liberal y otros títulos por el estilo, aunque los adeptos de la Farnesio le aplican otros más bochornosos aireando sus  travesuras de robar frutas en los huertos.
   Con 15 años de edad, el 20 de enero de 1722 lo casan en Lerma (Burgos) con la princesa francesa Luisa Isabel de Orleans que tenía entonces 12 años, razón por la que, ante la presencia de las autoridades eclesiásticas y Notarios del Reino, dejaron que durante un breve periodo de tiempo los recién casados se acostaran juntos, pero sin que consumaran el matrimonio, de lo que dieron fe los ínclitos testigos. La elección de la consorte resultó una decisión desafortunada o, por el contrario, perversamente planeada. Cuando ambos reinos, España y Francia, acordaron el enlace, la princesa ni siquiera estaba bautizada, y la Corte francesa rápidamente la cristianó con el nombre de Luisa Isabel. Algunos cronistas de la época insinúan que además era analfabeta, y su conducta como reina consorte, desde el principio fue escandalosa, procaz e inmoral; deslenguada y descarada, comía y bebía con una voracidad insaciable y ponía en serio compromiso al personal de palacio paseando por los salones desnuda o semidesnuda con ademanes obscenos y provocativos. La desunión y desavenencias entre la pareja eran cada vez más notorias, e incluso el rey la encerró bajo llave durante unos días como castigo, correctivo que no sirvió para nada. Únicamente había armonía entre ellos cuando satisfacían su desenfrenado apetito sexual. Pero en los corrillos aristocráticos corría el rumor  que existía la orden de que con gran secreto se sondeara en Roma cuál sería la disposición del Papa en el caso de que se solicitara el divorcio.   
   Inesperadamente el rey enfermó diagnosticándosele una viruela maligna con escasas perspectivas de atajarla, como así ocurrió, acentuándose la gravedad, falleciendo el 31 de agosto de 1724, finalizando el reinado más corto de la Historia de España, solo 229 días. Es de justicia decir que su esposa le atendió solícitamente sin apartarse de su lado, aun a costa de contagiarse, como así ocurrió, pero teniendo la fortuna de curarse. Dos o tres días antes del óbito, el Presidente del Consejo de Castilla, el Inquisidor General y el Arzobispo de Toledo le presentaron un documento declarando a su padre heredero del trono, diploma que el rey firmó seguramente sin haberlo leído ni saber de que se trataba. Sin embargo, se propaló el rumor de que el rey fue envenenado por un grupo particularmente afín a Isabel de Farnesio: el cirujano parmesano Servi, que supuestamente fue el que le administró el veneno, ayudándose de una tal Laura, ama de leche, el padre Guerra, confesor de la Farnesio y el marqués Scotti, consejero artístico  y durante la infancia del infante don Luís fue nombrado su ayo.
   A Luis I correspondía sucederle su hermano Fernando, que ese mismo año fue investido príncipe de Asturias, pero al solo tener once años de edad, su padre, Felipe V,  de acuerdo con el dictamen del Consejo de Castilla y una Junta de Teólogos, logrado a duras penas, nuevamente se hizo cargo de la Corona reinando hasta el año 1746, fecha de su muerte a los sesenta y tres años de edad, curiosamente el reinado mas largo de nuestra historia (1700-746).
   En cuanto a la reina viuda, Luisa Isabel, fue invitada a salir de España, trasladándose a Francia, muriendo en 1742 a los 33  años de edad.


viernes, 1 de agosto de 2014

LA MATRICULA DE MAR



Alberto Casas.





            A partir del descubrimiento de América, España tuvo que asumir la responsabilidad de administrar un vasto imperio, terrestre y marítimo, para la que no estaba preparada ni social, ni política, ni económicamente.
   Para el control de los mares necesitaba pilotos, marineros y buenas boyas para gobernar sus navíos en el Mediterráneo, en el Atlántico, en el Caribe y en Filipinas. Las galeras debían custodiar nuestras costas para interceptar a los piratas berberiscos y a las armadas turcas; En el Atlántico tenían que luchar contra franceses, ingleses y holandeses, y proteger las flotas de Indias de piratas y corsarios.
   La escasez de recursos humanos para sostener esta gigantesca maquinaria política, militar y comercial, repercutió en la marina real, imposibilitada de enrolar tripulaciones expertas, teniéndose que recurrir a las levas y a los presidios, especialmente para completar la chusma de las galeras.
   Las dificultades del enrole, 20 hombres por tonelada de arqueo, es denunciada al rey (8 de Junio de 1606) por el duque de Medina Sidonia, Capitán General del Mar Océano y de las costas de Andalucía, recordándole la falta de marineros que hay en estos Reynos. Por otro lado, empiezan a llover sobre la Corte quejas de los Concejos, Juntas y Merindades sobre los daños que las levas están originando:

Siendo como somos nosotros caseros y personas que vivimos con la labranza de las tierras, casas y caseríos, y en hacer carbón y en oficio de carpintería y de herrería, y en otros ministerios semejantes, y no siendo como no somos marineros que ni hemos vivido en oficio de marinería, ni siendo útiles para ello, nos han alistado para marineros y metidonos en suertes para que los seamos y sirvamos en las armadas de SM, haciéndonos para ello fuerza, vejación y molestias y prendiéndonos para ello.

   El Consejo de Guerra Real decide aplicar un sistema de reclutamiento naval semejante al Ruolo veneciano, como fórmula para terminar con el caos que el sistema vigente origina, dictaminando que se realice una matricula general en las costas de estos Reyno de toda la gente que usa en ellos el arte y oficio de la marinería. Con este nuevo programa de alistamiento naval, las Cofradías de Mareantes estaban obligadas a llevar un Registro de todos aquellos que ejercieran oficios de mar: pilotos, cómitres, marineros, grumetes, calafates, etc., de los cuales podría disponer el rey para su armada con el fin de dotarla de un personal cualificado, evitando, de paso, los graves perjuicios que ocasionaban las levas en las tierras del interior. La Matricula de Mar, que también alcanzaba a los barqueros del Guadalquivir, pasó por una serie de vicisitudes que anulaban su eficacia.
   Las Reales Cédulas de 1533 y de 1606 no resolvían el cuestionable problema de los bajísimos salarios que percibía la marinería, muchas veces con un retraso de dos años, o más, además del rechazo de las Juntas de los Puertos de la Hermandad de las Marismas (Santander, Laredo, Castro-Urdiales, Vitoria, Bermeo, Guetaria, San Sebastián y Fuenterrabía) oponiéndose frontalmente a las levas marineras que los Comisarios reales ejecutaban haciendo la compañía donde fuera, como fuera y conviniera
   En Octubre de 1625, se establece la Matricula con carácter obligatorio, ordenando que se cumpla

…y no consientan ir contra ello en ninguna forma, sin embargo de cualquier causa, razón, excepción, ó derecho que se quiera alegar, ni leyes que haya en contrario que declaro nulas y de ningún valor.

Esta prescripción se consolidó en las Ordenanzas de 1737, estableciendo que
sólo podrán navegar los inscritos en las Listas de Marinería de las Cofradías de Mareantes que expedirán los correspondientes certificados.

   En 1800 las fuerzas navales del reino estaban constituidas por 76 navíos, 51 fragatas y 181 buques menores que requerían por lo menos una dotación de unos 111. 000 hombres, de los que solamente se disponía de unos 50.000, situación que se remedió vaciando los presidios por las escotillas de los navíos, medida que a la postre se reflejó en la relajación de la disciplina a bordo (motines, deserciones y riñas), a pesar de los durísimos castigos que se imponían.

  Varias propuestas encaminadas a asimilar la recluta de mar con la de tierra, introduciendo el sistema de reemplazos, quintas y sorteos, culminaron con la reforma del 27 de Noviembre de 1867, en la que se implantaban, además de mejoras salariales y sociales, conceptos morales que procuraban dignificar la profesión marinera. Pero a pesar de los pesares, esta Institución nunca gozó del favor de los Gremios de Mareantes, ni de gran parte de juristas y políticos, que consiguieron su derogación y sustitución por la Ley de Inscripción Marítima, de 22 de Marzo de 1873, en la que se dotaba al profesional de la mar (mercante, pesca, etc.) de una Libreta de Inscripción Marítima, donde la Autoridad de Marina anotaba los embarques y desembarques realizados, así como de una Cartilla Naval, a efectos de su incorporación activa a la Marina de Guerra (servicio militar).
   Actualmente, además de la Libreta, vulgarmente llamada Folio, es obligatorio presentar el Certificado de Competencia Marinera para poder ejercer los oficios de mar.



domingo, 6 de julio de 2014

EL GARUM


A. Casas


            Si del cerdo se dice que se aprovechan hasta los andares, del atún, el cerdo del mar como muchos lo definen, habría que decir que se aprovechan hasta los nadares.   Efectivamente, no sólo eran las piezas debidamente seleccionadas, ya frescas, ya secas, ahumadas o saladas, las que se exportaban a los países mediterráneos, Grecia, Fenicia, Cartago, y después Roma, sino que los pueblos de la Turdetania y especialmente Cádiz, o Gadir, confeccionaban una salsa, el garum, que no podía faltar en las mesas más selectas, reales y aristocráticas de estos reinos. Que esta salsa era muy solicitada en Grecia, se explica por el monopolio comercial que ejercían los focenses con Tartessos y que, prácticamente, desapareció al ser derrotados por los cartagineses y etruscos en la batalla naval de Alalia, siglo V a. J.C., aunque un siglo más tarde Eupodio exalta las excelencias de las conservas gaditanas. 
   Sin embargo, es muy probable que hasta Grecia, Fenicia o Bizancio, las naves griegas, o los gaulos fenicios y los hippois y penthekonteros tartésios sólo transportasen en sus bodegas, además de aceite y vino, el garum y la cecina de atún, pues el ahumado y el salado se embarcaba en las atunaras de Sicilia, dado que las navegaciones desde las pesquerías ibéricas, Gadir, Baessipo (Barbate), Abdera (Adra), Sexi (Almuñecar), o Cartagonova (Cartagena), hasta los países mediterráneos más orientales podía tardar tres meses, o más, si tenemos en cuenta que en aquella época las naves permanecían al pairo durante la noche. No eran del agrado de los dioses las singladuras nocturnas, y por otra parte se solían suspender las navegaciones desde octubre hasta marzo o abril Se ha de tener presente, también, que durante la época romana una gran parte del atún procedente de las factorías de la Bética, como Onoba (Huelva), Baelo Claudia (Bolonia), Huedi Coni (Conil), Carteia (Algeciras), etc., además de las ya citadas, se exportaba por tierra a través de la Vía Augusta que, comenzando en Roma, atravesaba los Pirineos recorriendo todo el levante español, y en Castulo (Linares),  un ramal se bifurcaba siguiendo el curso del Baetis (Guadalquivir) pasando por las poblaciones de Ucia (entre Andújar y Marmolejo), Noulas (Villanueva de la Reina), Epora (Montoro), Ad Decimum (entre Alcolea del Río y Villafranca), Corduba (Córdoba), Astigi (Ecija), y cruzando el río Singilis (Genil), seguía por Obulcula (Fuentes de Andalucía), Carmo (Carmona), Orippo (Dos Hermanas), Hispalis (Sevilla), Ugia (Utrera), Asta Regia (Jerez de la Frontera), finalizando en el Portus GaditanusDesde Castulo hasta Ad Decimum se podía dar un rodeo visitando la ciudad de Iliturgis (Mengibar), y desde Corduba partía una calzada hasta Emerita Augusta (Mérida), desde la que comenzaba la Vía Delapidata (Via de la Plata), o Camino Empedrado, que terminaba en Asturica Augusta (Astorga).   
   El garum se sabe con qué se hacía, pero no cómo se elaboraba. La base de su preparación estaba en el aprovechamiento de los despojos de la caballa, sardina y principalmente del atún: intestinos, hipogastrios, hígado, vísceras, cabeza, aletas, etc., que una vez mezclados se depositaban en aljibes y pilas de salmuera expuestos a un proceso de maceración al sol, durante dos o tres meses. Lo que no se dice son las proporciones entre los distintos desperdicios que se aprovechaban, ni los ingredientes que se les añadían para darle determinado sabor, textura y calidad, de ahí que los textos griegos y romanos hablen de garum, de liquamen y de garum sociorum, también llamado garum gaditanus que era con el de Cartagena el más apreciado y naturalmente el más caro; una vasija de este manjar se encontró en las ruinas de Pompeya con la inscripción garum sociorum.  Son varios los autores latinos, como Marcial que escribe recibe esta salsa preciosa,  que debes tener en mucho aprecio, o Apicius, autor de Re Coquinaria, y otros, que coinciden en la conveniencia de disolver la yema del huevo que nada en el blanco de la clara, en la salsa de escombro de Hesperia. Muchos atribuyen a Apicius la invención del nombre de garum sociorum eliminando la denominación griega de Gaderika Taríche.    El exquisito paladar y virtudes de esta salsa merecen la atención de Esquilo, Sófocles, Aristófanes, Horacio, Séneca y Polibio. Timeo (IV-III a. J.C.) cuenta como los pescadores gaditanos hacían conservas de excelente calidad que los púnicos, no sólo exportaban, sino que ellos mismos lo tomaban como alimento. Hikesios (I a.J.C.) recetaba a sus enfermos el consumo del garum gaditano, pues aseguraba que los atunes de Gades eran los preferidos, especialmente por el buen sabor de sus hipogastrios y gargantas; por este médico sabemos que el mejor garum era el que se elaboraba solamente con las gargantas del atún, y si era de esturiones con sus hocicos, paladares y malandrias. Strabón relata que era tal la cantidad de escombros (caballas y sardinas) que se pescaban en las proximidades de Cartagena, que a la isla que estaba, y está, a la entrada del puerto la llamaban Scombraria, nombre que todavía conserva (isla de Escombreras), donde se hace un excelente garum. Galeno, que en ocasiones lo llama Garum Hispano, dice que el de Gades es el mejor y lo recomienda como un eficaz remedio contra el raquitismo y, al parecer las matronas romanas descubrieron sus propiedades afrodisíacas y cosmétic as, como antiarrugas y limpieza del cutis.
   A partir del siglo III se produce una profunda crisis con la desaparición de muchas factorías salazoneras, entre otras razones por la preferencia de los visigodos del consumo de carne. Durante la dominación árabe, las salazones preferidas eran las de la sardina y el pescado en escabeche, pero del garum, finalmente, nunca más se supo.

domingo, 15 de junio de 2014

LA MISA SECA O NÁUTICA.

Alberto Casas.

                La cuestión sobre si debían de celebrarse oficios religiosos en altamar, especialmente a bordo de los navíos que cumplían misiones reales, se plantea a partir del momento en el que las Ordenanzas de las Armadas Navales de la Corona e Aragón, dictadas por Pedro IV el Ceremonioso (1354), establecen que, en un acto solemne, el rey entregue el estandarte real al Almirante o Capitán General de la Armada para su exhibición en el castillo de popa de la nave Capitana.
   El protocolo exigía que las tripulaciones, antes de hacerse a la mar, debían oír misa, confesar y comulgar, sacrificio que se realizaba en tierra dado el poco espacio de las naves para que a bordo se celebrara, quedando exentos del cumplimiento de esta obligación los componentes de la chusma, es decir, los remeros de las galeras que en aquella época la formaban voluntarios asalariados, buenas boyas, que embarcaban con una serie de privilegios, especialmente en cuanto a su religiosidad, forma de expresarse, conducta en tierra firme, o tropelías que  se pasaban por alto en consideración a la dureza del trabajo que desarrollaban.
   Las expectativas empeoraron en cuanto la chusma se cubrió con galeotes y esclavos, moriscos, gitanos, y gente, en general, constituida por delincuentes, infieles y descreídos, capaces de cualquier desmán (motines, traiciones, etc), situación de ninguna forma adecuada para llevar el Santísimo Sacramento en las galeras durante sus navegaciones. Por lo tanto, la presencia de al menos un sacerdote a bordo de la nave Capitana era meramente testimonial, de auxilio a los moribundos, escuchar su confesión y poco más, ya que la pequeñez de la nave, humedad, habitual compañía de ratas, malos olores, temporales, encuentro con enemigos, peligro de naufragio, posibilidad de ser apresada por  piratas, sobre todo turcos y berberiscos, excluía cualquier otra misión, como la de decir misa ante la práctica imposibilidad de guardar y cuidar, con la solemnidad necesaria, los ornamentos sagrados, especialmente el cáliz y las sagradas formas, sin olvidar la importancia que se daba a la calidad del aceite, de la cera y del vino de la consagración. En algunas crónicas, incluso se lee que la Eucaristía no puede estar en ningún lugar donde libremente se usen un lenguaje blasfemo e irreverente, en clara alusión a la conducta escandalosa de la  chusma.
   Por estas razones, la misa quedaba limitada a su celebración en tierra, antes de zarpar las naves, y en puerto a su arribada. Es un acuerdo que tácitamente se establece entre las autoridades eclesiásticas y las civiles, acuerdo que Roma corrobora tácitamente, aunque en ninguna Bula o en otro documento pontificio se aluda expresamente a su prohibición. Al respecto, una consulta que se hace  a Juan Burkardo, maestro de ceremonias del Papa, éste constesta:In loco fluctuante vel in mari et fluminibus celebrare non licet alicui.  Este interdicto se justifica, además, con la sentencia que se prescribe a raíz del Concilio de Trento, donde se ordena a los obispos que no toleren que se celebre este santo sacrificio por seculares o regulares, cualesquiera que sean, fuera de la Iglesia y oratorios dedicados únicamente al culto divino, que los propios ordinarios han de señalar y visitar. Obviamente, y a tenor de esta norma, un navío no reunía los requisitos para dedicarlo a dicho culto divino.        
   El Obispo de Mondoñedo, Antonio de Guevara, de su experiencia de un viaje por mar que hizo acompañando a Carlos V, escribió en tono irónico y satírico  El Arte de Marear, que trata de los muchos peligros, abusos e incomodidades  a que estarán sometidos los que por motivo de un viaje o cualquier otra cuestión ajena a la vida marítima embarquen en una galera, y refiriéndose a la chusma dice:

La mar es capa de pecadores y refugio de malhechores, porque en ella a ninguno dan sueldo por virtuoso ni le desechan por travieso.

   En definitiva se queja de que en la galera no se deja de jugar, hurtar, adulterar, blasfemar, trabajar, ni navegar, ni en domingos y días festivos, ni en Pascua, Semana Santa o Cuaresma. Esta y otras lindezas explican, sobradamente, la exclusión de la misa a bordo.

Es previlegio de la galera que ni marineros, ni remeros, ni ventureros, ni los otros oficiales que andan en la mar tomen pena, ni aun tomen conciencia por no oír las fiestas misa.

   Eugenio de Salazar, en 1573, dice de los galeones que hacían la Carrera de Indias:

Me aliñé lo mejor que pude, y salí del buche de la ballena o camareta en que estábamos y vi que corríamos en uno que algunos llamaban caballo de palo y otros rocín de madera. Y otros pájaro puerco, aunque yo lo llamo pueblo, y ciudad, mas no la de Dios, que descubrió el glorioso agustino, porque no vi en ella templo sagrado, ni casa de la justicia, ni a los moradores se dice misa.

   La falta de este auxilio espiritual en la mar, se compensaba, como ya se ha dicho, con la obligación de obtenerlo en tierra:

Es saludable consejo que todo hombre que quiera entrar en la mar, ora sea en nao, ora sea en galera, se confiese y se comulgue y se encomiende a Dios, como bueno y fiel cristiano, porque tan en ventura lleva el mareante la vida como el que entra en una aplazada batalla.

   Este saludable consejo se convirtió en ley mediante Real Cédula expedida por Felipe II en Lisboa el 10 de Febrero de 1582, prescribiendo que no se le pague ni gane sueldo a quienes no cumplan con esta obligación. En la misma se establece que tanto los agustinos, como los dominicos, franciscanos y jesuitas repartan sus sacerdotes en Sanlúcar de Barrameda y Cádiz para decir las misas completas y administrar los sacramentos a las tripulaciones y pasajeros de las naves que vayan a zarpar a las Indias.
   Sin embargo, la duración de los viajes trasatlánticos y sus peligros evidentes dio lugar a la invención de la misa seca, en la que el sacerdote oficiaba el santo sacrificio exceptuando la consagración y comunión, con la ventaja de que el sacerdote podía decirla en cualquier momento e incluso varias veces al día ya que, al no comulgar, no necesitaba estar en ayunas, como era preceptivo.
   La misa seca ya se había practicado en la antigüedad y era llamada también misa náutica, aunque fue suprimida por los abusos que con esta modalidad se cometieron, pero parece ser que fue restablecida por los navegantes portugueses en sus largas y penosas singladuras a la India, viajes que, con suerte, no se realizaban en menos de dos o tres meses, expuestos, además de los avatares propios de toda navegación, a otras situaciones, como enfermedades (escorbuto, por ejemplo); esta práctica litúrgica (la misa seca) se trasladó a los navíos españoles que hacían la Carrera de Indias, sin que haya constancia fehaciente de la intervención de las autoridades eclesiásticas en dicha decisión, que duró un  siglo aproximadamente, hasta que estalló la polémica entre teólogos y canonistas sobre la licitud y validez de este tipo de celebración en las naves.  Por un lado, se argumentaban la falta de seguridad y de respeto debidos que se exigían en viajes tan largos; la seguridad se garantizaba en cuanto la celebración sólo tenía lugar en días de calma, y el respeto se mantenía, bien en la cámara de popa, o en la cubierta donde se podían levantar el altar con las colgaduras, tapices y reposteros que dieran el realce que el ritual se merecía, y, asimismo, el peligro de la chusma había desaparecido, excepto en las galeras mediterráneas, ya que los grandes navíos, naos y galeones, únicamente utilizaban las velas como medio de propulsión.
   En el debate intervinieron las más importantes Universidades de España y Portugal, siendo decisivos los dictámenes de Salamanca, Alcalá, Coimbra y Evora, que se unieron a los tres puntos del P. Francisco Suárez :

1).-  Es lícita la celebración sin dispensa del Papa.
2).- Es conveniente, sin embargo, solicitar de los obispos para los    viajes a la India y a las Indias, al no existir peligro de efusión de la Sangre de Cristo, debitis cautelis (celebración en lugar decente).
3).- Es un gran consuelo para los navegantes saber que en peligro inminente de muerte pueden recibir el Viático.

   La opinión del P. Suárez fue determinante para la aprobación, de palabra, de los Papas Clemente VIII y Paulo V. Por otra parte lado, el Arzobispo de Goa, Alejandro de Meneses, y con la aprobación, oral también, del Nuncio de Lisboa y ante la presión de los jesuitas, autorizó el Santo Sacrificio de la misa a bordo de los galeones indianos. Esto ocurría alrededor del año 1610, aunque constancia de su celebración completa en alta mar no se tiene hasta 1617, durante el viaje que realizó desde Goa a Lisboa el carmelita español Fr. Redento de la Cruz, acompañando al embajador de Persia.
   Los españoles no lograron este privilegio hasta el año 1621 gracias a una gestión que por tal motivo realizó en Roma el misionero leonés Hernando de Villafañe. La práctica continuada avaló la licitud de la misa completa a bordo de los navíos, ritual que se estableció obligatorio en las Ordenanzas de la Armada de finales del siglo XVVIII
   De todas formas, el triunfo de los canonistas tuvo durante mucho tiempo el parecer contrario de los teólogos que, en 1627, ordenan al Arzobispo de Manila que prohiba la celebración de misas en los barcos. La negación del privilegio llega al extremo de no tolerarse ni aun estando las naves en puerto (respuesta de la Congregación de Ritos a una consulta del Arzobispo de Lima)..
   La insistencia de los teólogos se basaba en que no existía ningún documento pontificio autorizando o propiciando la misa en el mar, documento que  aparece en 1706 en el que Clemente X otorga, expresamente, el privilegio a la Orden de Malta.  Sólo se excluyó del privilegio de la Santa Misa a las galeras, incluso la Real de D. Juan de Austria, que antes de entrar en combate contra el turco en Lepanto (1571), se arrimó a la Fosa de San Juan para que en tierra se dijera la misa del Espíritu Santo oficiada por don Jerónimo Manrique, Vicario General de la Armada de la Santa Liga.





miércoles, 21 de mayo de 2014

LA DEDICATORIA DE CERVANTES AL MARQUÉS DE GIBRALEÓN



Alberto Casas

Al Duque de Béjar, Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar y Bañares, Vizconde de la Puebla de Alcocer, Señor de la Villas  de Capilla, Curiel y Burguillos.

En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes, mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del vulgo, he determinado sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los limites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.

 
  La gran mayoría de los historiadores consideran que la dedicatoria de la Primera Parte del Quijote a don Alonso Diego de Zúñiga y Sotomayor, sexto duque de Béjar y séptimo marqués de Gibraleón, es, además de superficial, personalista, pensar que dicen puntualmente la verdad los tales elogios es disparate (prólogo de la Novelas ejemplares). El entreverado panegírico al prócer, descubierto y denunciado por don Juan Eugenio Hartzenbusch (1806-1880), adolece de falta de originalidad y mesura, independientemente de que se trata de la primera y única vez que el alcalaíno menciona al noble, pues ya no vuelve a nombrarlo en ninguna de sus obras y, naturalmente, tampoco en la segunda parte del Quijote, sin que, además, lejos de esmerarse, como  la ocasión lo requería, se limitara a copiar párrafos enteros de la dedicatoria a don Antonio de Guzmán, 5º marqués de Ayamonte que veinticinco años antes Fernando de Herrera escribió en las Obras de Garcilaso de la Vega con anotaciones, y añadiéndole alguna que otra frase suelta del proemio de Francisco de Medina a dicha obra.
   La dedicatoria cervantina carece de erudición y de la usual retórica que disimule un exceso de loa y casi de humillación al solicitar la protección del aristocrático mecenas, supuestas virtudes de las que Cervantes reniega, como expresamente lo manifiesta en el capitulo IV del Viaje del Parnaso

Tuve, tengo y tendré los pensamientos,
merced al cielo que a tal bien me inclina,
de toda adulación libres y esentos.
Nunca pongo los pies por do camina
la mentira, la fraude y el engaño,
de la santa virtud total rüina.

actitud de la que también deja constancia en el mentado prólogo de las Novelas ejemplares, o en la dirigida al conde de Lemos en dichas obras: en la carta que llaman dedicatoria, que ha de ser muy breve y sucinta, muy de propósito y espacio, ya llevados de la verdad o de la lisonja, se dilatan en ella en traerle a la memoria, no solo las hazañas de sus padres y abuelos, sino las de todos sus parientes, amigos y bienhechores.

  

Se aventura si esta farsa se debe a que el riquísimo prócer ignoró a Cervantes, como éste reconoce: Quisiera yo, si fuera posible, lector amantísimo, excusarme de escribir este prólogo, porque no me fue tan bien con el que puse en mi don Quijote, que quedase con gana de secundar con éste. Los motivos se desconocen, aunque se especula si el duque actuó por consejo de su director espiritual, y que, según algunos, queda retratado en el capítulo 32 la Segunda Parte, donde el caballero andante y su escudero Sancho tropiezan con el rechazo insultante del sacerdote: un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los principes, destos que queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados les hacen ser miserables. En un momento determinado, el clérigo con mucha cólera dice al duque:

Vuestra Excelencia, señor mío, tiene que dar cuenta a Nuestro Señor de lo que hace este buen hombre. Este don Quijote, o don Tonto, o como se llame, imagino yo que no debe de ser tan mentecato como Vuestra Excelencia quiere que sea, dándole ocasiones a la mano para que lleve adelante sus sandeces y vaciedades.

   A tan áspera y dura reprensión, respondió don Quijote:

El lugar donde estoy, y la presencia ante quien me hallo, y el respeto que siempre tuve y tengo al estado que vuestra merced profesa, tienen y atan las manos de mi justo enojo; y así por lo que he dicho como por saber que saben todos que las armas de los togados son las mesmas que las de la mujer, que son la lengua, entraré con la mía con igual batalla con vuestra merced, de quien se debía esperar antes buenos consejos que infames vituperios.
               
   ¿Convenció el mentado sacerdote al marqués de Gibraleón de que se rebajaba  aceptando la dedicatoria de una vulgar novela de caballería?
   Hay quienes opinan que fue escrita con urgencia y precipitación a instancias del editor y mercader de libros Francisco de Robles, y los hay, asimismo, que sospechan que fue compuesta por el propio Robles,
cosa bastante improbable, ante el apremio de la impresión de la novela.
   La realidad es que Cervantes se olvidó del noble, para siempre jamás, excepto en los satíricos versos de cabo roto de Urganda la Desconocida, en los que su desdén, mal o nada disimula al compararlo irónicamente con Alejandro Magno:

Y pues la espiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre-
que da principes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra; que a osa-
favorece la fortu-.

   Sin embargo, es opinión generalizada que veladamente vuelve a ser recordado en la conversación que mantiene don Quijote con el licenciado que lo acompaña hasta la Cueva de Montesinos, el cual le manifiesta su deseo de publicar lo que ha escrito. Al preguntarle el hidalgo qué a quien piensa dedicarlo, el licenciado le contesta: Señores y Grandes hay en España a quien puedan dirigirse. A lo que don Quijote le hace la siguiente reflexión:

No muchos; y no porque no lo merezcan, sino que no quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfacción que parece se debe al trabajo y cortesía de sus autores.

   Se cree que es una clara alusión al señor de Béjar, a pesar de que Góngora le ensalzó como duque esclarecido, y Lope de Vega de gran valor y entendimiento, pero no faltan quienes aseguran que el duque era analfabeto y de muy pocas luces, así que la pregunta sigue esperando  respuesta, ¿por qué le escribió Cervantes esta dedicatoria?