martes, 16 de julio de 2013

LA LINEA DEL ECUADOR. (LABORAPA)



Alberto Casas.          

Yo la he cruzado y la he visto, y siempre su visión me ha maravillado y  sorprendido, pero siempre, también, y no sé porqué, me confundía y abrumaba. Unas veces navegando hacia el gélido Bóreas, otras singlando hacia el mediodía austral; por cierto, que con rumbo hacia la luminaria colgada del norte verdadero, a Polaris, el oxidado navío perdía velocidad: es que vamos cuesta arriba, nos decía el barbudo capitán y sin duda experto navegante, de esos que algunos llaman lobos de mar. Sin embargo, cuando le dábamos la espalda a la estrella del norte y la aguja náutica buscaba la diamantina Cruz del Sur, ganábamos una o dos millas más por hora: es que vamos cuesta abajo, nos  explicaba el capitán, el Viejo, como le llamábamos y en voz baja le nombraban los cachazudos tripulantes.
   He constatado mis datos y experiencias con otros, jubilados o pensionistas, mayormente, que han observado y vivido el singular fenómeno, llegando a la conclusión de que la anchura y color de la Línea del Ecuador están supeditadas a una serie de causas y efectos, como pueden ser, entre otros muchos, la mayor o menor intensidad del gradiente, o por las discontinuidades de los campos de presión, o a la salinidad del agua del mar, de las bochornosas calmas tropicales (de sol y moscas, como dicen los marineros), de las lluvias torrenciales y tormentas, y, cómo no, y son las principales, de la esperanza y de la fe, y sobre todo de no perder la ilusión, o, por lo menos, conservarla.   Cualquiera de  estos valores, físicos, espirituales o imaginarios, pueden originar estos cambios, pero lo sorprendente es que esta explosión de luz sólo se produce, generalmente, una vez al año al paso del Sol por el primer punto de Cáncer – solsticio de verano -, momento en el que la estrella Sirio (Alfa Canis Maioris), después de setenta días casi oculta, aparece brillando con más intensidad que todos los luceros de  todas las constelaciones del firmamento juntas.
   En general, y a ojo de buen cubero, podemos estimar que como término medio la anchura de la resplandeciente banda suele oscilar entre los ochenta y ciento sesenta y cuatros pies, pulgada más, pulgada menos, mientras que su cromatismo abarca un abanico de tonalidades que se abre desde las grisáceas satinadas hasta los celestes muy claros, o desde los azogues plateados a los cobaltos muy luminosos.
   Mi mayor y mejor recuerdo se remonta a una noche canicular de Junio, muy oscura - era novilunio -, que son las mejores para navegar por su amplio campo de visibilidad. Noche tibia y de calma chicha,  apenas faltaban unas dos millas para alcanzar el cero grado, cero minutos y cero segundos, y el Carro (Osa Mayor) acababa de zambullirse en las azabaches profundidades, mientras las cuatro estrellas de la Cruz del Sur reclamaban el imperio de su hemisferio, cuando, en la etérea raya del límite marino empezó a desplegarse un ribeteado fulgor, extenso y larguísimo, que se perdía en el invisible linde del horizonte acompañado de algo así como el chasquido de una fina llovizna de chispas crepitantes.
   Conforme avanzábamos, el centelleante restallido de miríadas y miríadas de refulgentes estrellitas se iba mostrando cada vez con mayor nitidez y alborotado estrépito. Es imposible describir el magistral instante en que el branque, en su mórbida colisión (yo juraría que sentí el golpe contra el gualdo balduque), abrió besanas en la titilante cinta dorada de luz, retozando sus brincadoras auríferas pepitas con la tornasolada espuma de las olas que enriscaban la proa en su ortodrómica derrota. Pasmo, impresión y silencio.
   Yo calculé, mentalmente, que aquella noche la envergadura de la Línea Equinoccial debía andar alrededor de los cincuenta metros, que es, según me han informado personas versadas en la materia, la máxima amplitud que hasta ahora, que se sepa, se ha apreciado grosso modo.
   Tiempo ha, ¡vade retro!, la Santa Inquisición hospedaba en la trena, torturaba e incluso chamuscaba a quienes mentaban este prodigio, o aludían a él, maguer sólo fuera de soslayo; y no digamos la suerte que esperaba a los cuitados que afirmaban que con esos sus ojos habían contemplado el dorado trazado del circulo máximo que parte al mundo por la mitad. El obstinado Tribunal los tachaba, unas veces de posesos, o de marranos otras, y de herejes casi siempre; no faltaban los que eran acusados de íncubos, o de compadres del Maligno, y a algunos de ser adictos al pecado nefando, o de refugiarse en profundas cavernas en las que, en orgiásticos aquelarres, compartían con el cabrón toda clase de juegos obscenos, lascivos y sacrílegos; con  decir que ni los santos ni las santas tampoco se libraban de la pesquisa inquisitorial....., y si no que se lo pregunten al púdico don Quijote, que al explicarle a Sancho que la esfera celeste se compone de coluros, líneas, paralelos, equinoccios, etc. (II-29), en mala hora le dijo: que si todas estas cosas supieres, o parte dellas, vieres claramente qué de paralelos hemos cortado, qué de signos visto y qué de imágenes hemos dejado atrás y vamos dejando ahora; bueno, pues estas palabras le costaron que el Santo Oficio le quemara su biblioteca (I-6).
   Aún hoy, según las lenguas de doble filo, el estigma persigue a los ecuatovidentes afirmando que, no sólo no son admitidos en determinadas instituciones políticas y financieras, por no decir todas, sino que pretenden masacrarlos; hasta les han inventado nombres para identificarlos y ficharlos; ahora son los Prometeos, los scratches, perroflautas y no sé cuantas perlas más; para anularlos lanzan contra ellos consignas, decretos encerrados en cajas de pandora, y así demás entes con personalidad jurídica propia, rimero de motivos por los que la basca anda mohína, cabreada, desahuciada, suicidada y preferenciada.
   Y eso que bien claro lo proclamó Juan (8,43-46): ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?.

   

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