miércoles, 15 de mayo de 2013

CESAR Y LOS PIRATAS

Alberto Casas.





            El Mar Mediterráneo ha sido durante muchos siglos un mar de piratas y de corsarios, ya fueran griegos, fenicios o los enigmáticos pelasgos, fundadores de una talasocracia cuya hegemonía se sustentaba en el poderío naval simbolizado en el robo del Vellocino de Oro por los Argonautas, mandados por el héroe Jasón; pero la primera constancia histórica de la piratería la encontramos en Policrates de Samos (siglo VI a. J.C.), dueño de una poderosa flota de más de cien “pentaconteros” (50 remeros por banda) que recorrían el mar jónico saqueando y avasallando los estados-islas de la zona y asaltando las naves que avistaban. Con sus correrías logró amasar una gran fortuna y construirse un fastuoso palacio, riquezas y pompa merecedoras de ser ilustradas por Aristóteles en su Política: Policrates, que ejerció la tiranía sobre Samos en tiempos de Cambises, gracias al poder de su flota, sometió otras islas. Y de su fama y riquezas, dice: en muy poco tiempo subieron los asuntos de Policrates a tal punto de fortuna y celebridad,  que así en Jonia como en lo restante de Grecia se oía sólo en boca de todos el nombre de Policrates.

   Herodoto (V a.J.C.) en sus Nueve Libros de la Historia manifiesta que fue el primer griego que se lisonjeó con la esperanza de sujetar a su mando la Jonia e islas adyacentes. A su muerte, la actividad pirática continuó con la misma o mayor intensidad, en la que sobresalieron los fenicios, algunas de cuyas tropelías se narran en la Odisea de Homero, y en la que también se distinguieron incluso las mujeres, como Laskarina Bubulina y Arina de Skopelos, o la reina Artemisa de Caria que combatió al lado de los persas en la batalla naval de Salamina (480 a. J.C.).
   El aumento cada vez mayor del tráfico comercial marítimo, dificultado por la piratería, impuso la necesidad de una regulación adecuada que resolviera conflictos y estableciera las competencias que incumbían a tripulaciones, armadores y mercaderes, con las correspondientes sanciones en casos de negligencia, incumplimiento de las normas, accidentes, etc. Las normas, conocidas como Leyes Rodias, constituyen el primer Código Marítimo y de Comercio, y el pilar fundamental en la construcción del Derecho Romano, especialmente, al ser confirmadas por el emperador Tiberio que envió mensajeros a Rodas para

indagar con diligencia, como se tratan los asuntos concernientes a los mareantes, patrones mercaderes y pasajeros; a las compañías; a las ventas y compras de las naves; a las pagas de los constructores y a los depósitos de oro y plata, o de otros géneros preciosos.

   Las Leyes Rodias fueron ratificadas por Vespasiano, Trajano y Antonino, el cual decretó que: yo soy, ciertamente, Señor de la Tierra, más la Ley lo es del mar; los negocios marítimos trátense según las Leyes Rodias.

    El Imperio Romano apenas había podido prestar atención a esta lacra marítima, y víctima de este desamparo fue Julio Cesar, el que sería uno de los hombres de Estado más grandes que ha dado la Historia, pero que siendo joven se portaba como un petimetre, arrogante, vanidoso y exhibicionista, del que corrían rumores acerca de la práctica de ciertas aficiones sobre las que se decía que era el marido de todas las mujeres y la esposa de todos los hombres; también le llamaban burlonamente la reina de Bitinia y el dictador Sila se refería a él como el muchacho del cinturón aflojado, o el chico con faldas. Estando en peligro su vida, como todos los partidarios de Mario, del que además era sobrino, decidió abandonar Roma y refugiarse en Rodas con el pretexto de estudiar oratoria en la prestigiosa escuela de Apolonio Molón, a pesar de que, para llegar a su nuevo destino, debía cruzar un mar próximo a las riberas del oeste y sur de Anatolia conocida como La Costa de los Piratas infectada de bandidos del mar que, efectivamente, aparecieron a la altura de la isla de Farmacusa apresando la nave en la que viajaba el ilustre patricio romano, procediéndose a valorar el rescate de los cautivos.  Por la liberación de César exigieron veinte talentos de plata, pero éste protestó airadamente alegando, ante el asombro de todos, que él, por lo menos, valía cincuenta.   Plutarco (Vidas paralelas), que sin duda lo admiraba, narra su cautiverio de la siguiente forma:

Los trataba con tal desdén que cuando se iba a recoger les mandaba decir que no hicieran ruido. Treinta y ocho días fueron los que estuvo más bien guardado que preso por ellos, en los cuales se entretuvo y ejercitó con la mayor serenidad y dedicado a componer algunos discursos; teníalos por oyentes, tratándolos de ignorantes y bárbaros cuando no aplaudían, y muchas veces les amenazó, entre burlas y veras, con que los había de colgar, de lo que reían, tomándolo como una irresponsable fanfarronada.
           
   Una vez liberado, y a la vista de que el pretor Marco Junco se desentendía de sus reclamaciones, logró armar una flotilla con la que navegó hasta la guarida de los piratas sorprendiéndolos de noche, haciéndolos prisioneros y conduciéndolos a Pergamo donde, cumpliendo su promesa, los ahorcó.
   Julio César, además de un gran estadista, fue un gran estratega y un extraordinario historiador, cuya Guerra de las Galias aún continúa siendo libro de texto para el estudio del latín. Fue, también, el primero que inició una política naval para limpiar el mar de piratas, lo que permitió que sus sucesores pudieran llamar al Mediterráneo el Mare Nostrum.

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