martes, 9 de abril de 2013

LOS CALIFAS RUBIOS

Alberto Casas

            Cuando los árabes, formados por un heterogéneo grupo tribal en el que entraban yemenitas, sirios, bereberes, maaditas, beduinos, coraixitas, etc., invaden al-Andalus, es decir toda la península ibérica y parte del sur de Francia, siguen una política, según las circunstancias, bien de alianzas o bien de avasallamiento para consolidar su dominio sobre las tierras ganadas. Generalmente, eran muchos los reinos cristianos que ante el poder de los sarracenos no tenían más remedio que, para mantener la seguridad e integridad de sus reinos, tolerar tratados onerosos y humillantes mediante el pago de tributos en armas, oro, plata, parte de sus cosechas o convertirse al Islam (muladies), como, entre otros muchos, la poderosa familia de los Banu Qasi de Tudela, o los Banu Savarico de Sevilla y especialmente concertando alianzas matrimoniales que garantizaran la paz entre los distintos reinos, prefiriendo y en algunas circunstancia exigiendo que fuesen rubias, de ojos azules y de familias nobles; y el primer ejemplo lo dio el  gobernador Abdelazis, hijo del conquistador Muza, casándose con Egilona, viuda del último rey godo Rodrigo, que también se hizo musulmana, convencida o no, adoptando el nombre de Um ‘Asum.

   Al primer emir de Córdoba, Abderramán I, lo describen los cronistas árabes  como un hombre muy alto, casi siempre vestido de blanco y de cabellos rubios rizados. Nos encontramos casi desde el principio con una sociedad musulmana cada vez mas heterogénea, con un alto grado de integración, y es de este mestizaje evolutivo cuando surge la mitad historia y mitad leyenda del tributo de las cien doncellas que los cronistas imputan a Mauregato, rey de Asturias, quien, curiosamente, era hijo ilegítimo de Alfonso I y de una mora cautiva. La historia nos quiere hacer creer que en el año 844 Ramiro I venció a los moros en la batalla de Clavijo gracias al Apóstol Santiago que pasaba por allí montado en un corcel blanco, y a espadazo limpio liquidó a los perros infieles y, en consecuencia, la abolición de tan vergonzosa capitulación. Pero esta victoria no debió ser suficiente porque, para preservar la paz, Ramiro II se comprometió a entregar a Abderramán II las rutinarias 100 doncellas y, como era habitual,  rubias, de ojos azules y pelo corto; sin embargo, 7 de ellas, para librarse de la sumisión sexual a que estaban destinadas, optaron por cortarse la mano derecha, y al ser informado el califa de la mutilación, exclamó: ¡Si mancas me las dais, no las quiero!; desde entonces el lugar se llama Simancas (Valladolid) y en su escudo figuran las siete manos amputadas enmarcando el castillo de la villa.
   Y es que hay cosas que, como dice el refrán, no tienen enmienda, y así en el Cronicón Iriense leemos como, en señal de pleitesía hacia el invicto Almanzor, Bermudo II le ofreció su hija Teresa, que al enterarse de tan ignominioso pacto protestó diciendo:

Los pueblos deben poner su confianza en las lanzas de sus soldados más que en el coño de sus mujeres.

   El caudillo árabe ya estaba casado con otra cristiana hija del rey de Navarra Sancho Abarca, que le dio un hijo, conocido como Sanchuelo, que llegó a reinar en Córdoba al morir Hissam II. A pesar de los pesares, la protestona Teresa se convirtió al Islam adoptando el nombre de Adda, y ya por entonces el propio califa al-Hakam II estaba casado con Subh, Aurora para los cristianos, una navarra apodada la Vascona que, cómo no, también era rubia.
   Con esta singulares rasgos característicos fue la famosa concubina de Abderramán II, Qalam, vascona, que embelesaba al emir con sus canciones acompañada de instrumentos que ella misma tañía y, además, escribía poemas que recitaba con voz melodiosa.
    El gran poeta muladí Ibn Hazm, en El collar de la paloma, escribe:

Tocante a los Califas se inclinaban a preferir el color rubio, sin que ninguno discrepara, porque a todos ellos, desde el reinado de al-Nasir hasta hoy, o lo hemos visto o hemos conocido a quien los vio. Ellos mismo, además, eran todos rubios, por herencia de sus madres, y este color vino a ser de ellos congénitos. al-Nasir y al-Hakam eran rubios y de ojos azules, y lo mismo sus hijos, sus hermanos y sus allegados. Lo que no sé si su gusto por las rubias era una preferencia connatural en todos ellos o una tradición que tenían de sus mayores y ellos siguieron.
De mí sé decirte que, en mi mocedad, amé a una esclava de pelo rubio, y que a partir e entonces, no ha vuelto a gustarme una morena, aunque fuese más linda que el sol o la misma imagen de la hermosura: desde aquellos días encuentro tal preferencia arraigada en mi modo de ser, mi alma no responde a otra, ni, en redondo, he podido amar cosa distinta, y otro tanto cabalmente le sucedía a mi padre (¡Dios lo haya perdonado!), que siguió así hasta que le vino su hora.

    No debe extrañar, por tanto, que el historiador Ibn al Qutiyya fuera conocido como el hijo de la goda, y que el ulema al-Mâhmet III, uno de los fundadores del Diwān de los jueves floridos, en su poema  Risāla fhi  fadi Welba  confesara que era alto y rubio.
   Esta predilección era causa de que el mercado de esclavas constituyera uno de los negocios más rentables de los Omeyas, a cargo de traficantes que pregonaban las virtudes y cualidades de la mercancía humana que vendían y que, según su calidad y procedencia, se valoraba así:

Las bereberes, voluptuosas.
Las europeas (rumíes), buenas administradoras.
Las turcas, engendradoras de hijos valientes.
Las etíopes, las mejores amas de cría.
Las árabes, buenas cantantes.
Las de Medina, elegantes.
Las persas, coquetas.
   
Pero no sólo se comerciaba con hembras, sino también con jóvenes, incluso niños, unos para refocilo y desahogo de sus amos, y otros para ser castrados (saqalibah) y servir como vigilantes y custodios estrictos del mantenimiento del orden en el harén; muchos alcanzaron lugares preponderantes en la Corte, como es el caso del eunuco Nāsr, hijo de una cristiana de Carmona, que con Tarub, esposa de Abderramán II y madre del pelirrojo Abdallah, llevaban los asuntos de Estado, especialmente los de la tesorería, aunque el infeliz murió envenenado por el propio califa, alertado del contenido del brebaje que el eunuco le ofrecía.
   Abderrahman III, el primer Califa del reino omeya de Córdoba era hijo nieto y biznieto de los Fortún, reyes cristianos de Pamplona; su madre era la princesa Muzna y su abuela la princesa Iñiga hija de Fortún el Tuerto, por lo que heredando los rasgos ya tradicionales de los omeyas andalusíes, nos lo describen como muy  rubio, aunque  se teñía el pelo y la barba de negro.
   Los cronistas cuentan que el califa en su  serrallo tenía más de 6.000 mujeres que le dieron 87 hijos, de ellos 45 varones, y  es de suponer que rubios y rubias habrían bastantes dados los gustos del Príncipe de los Creyentes.


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