sábado, 6 de abril de 2013

ARTEMISA I


Alberto Casas.

            En el año 480 a.C., durante la llamada Segunda Guerra Médica entre griegos y persas, se libró la batalla naval de Salamina de consecuencias trascendentales que aún perduran en el acaecer de la Historia, pues en ella se decidió el futuro de la Humanidad entre la cultura oriental y la occidental. Muy pocos años antes, cuando esta misma alternativa se dilucidaba en la Primera Guerra Médica, los griegos, dirigidos por el ateniense Milciades, derrotaron en Maratón (490 a.C.) al rey de los persas Darío I expulsándolo de Grecia. El monarca “aqueménida” no asumió tan contundente y vergonzoso desastre, jurando, solemnemente ante los dioses ,vengar la afrenta sufrida hasta aniquilar, humillar y avasallar a los pueblos del otro lado del Helesponto (Dardanelos); y con esta rabiosa y obsesiva idea en la que se jugaba su prestigio personal y el del Imperio ante su pueblo y el de los reinos amigos y sometidos, comenzó a preparar una colosal maquinaría militar muy superior a la anterior en generales, almirantes, soldados, armas, caballos, carros de guerra, bastimentos, barcos, dinero y su famosa guardia de los “diez mil inmortales”. Inmerso en tan impresionantes preparativos le sobrevino la muerte en el año 486, sucediéndole su hijo Jerjes, que continuó los deseos de su padre con el decidido propósito de cumplirlos, empresa en la que le animaba su general Mardonio, que trataba de convencerlo de que la campaña sería un fácil y triunfal desfile militar.

   Tras cinco años de organización y alianzas, la estrategia pasaba por levantar un puente de barcas que uniera las dos orillas del estrecho (Helesponto) que separaba ambos continentes, y cuando ya estaba concluido, se desató un fortísimo temporal que lo deshizo totalmente, accidente que Jerjes juzgó como una ofensa a su dignidad real que sentenció ordenando azotar al mar con trescientos latigazos, encadenarlo con un par de grilletes que arrojó al fondo de sus aguas y cortar la cabeza a los encargados de la obra, para, seguidamente, mandar la construcción de uno nuevo por el que, una vez terminado, empezó a cruzarlo el poderosísimo ejercito que, según Heródoto (Los nueve libros de la Historia, VII: Polimnia –VIII: Urania), estaba compuesto por más de 2.300.000 entre la infantería, caballería y soldados embarcados en las naves, sin contar la marinería, remeros, el sequito del rey, criados, mujeres panaderas, eunucos, concubinas, etc. Todo este potencial humano, carros incluidos, tardaron casi un mes en atravesarlo sin parar ni de día ni de noche, mientras unas 1.200 naves arrasaban las costas griegas.
   Efectivamente, el avance de Jerjes apenas si encontró resistencia hasta llegar al estratégico paso de las Termópilas, donde los espartanos, que eran más de 300, con su rey Leónidas al frente, fueron derrotados (480 a.C.) tras un heroico y desigual combate, en el que los persas perdieron unos 20.000 hombres, pero su enorme superioridad les permitió la conquista de Atenas, destruyendo sus templos, saqueando e incendiando la ciudad y degollando a sus  defensores.
   Mientras tanto, la escuadra griega, alrededor de 400 naves, 310 según Esquilo que estuvo en Salamina, casi todas provistas de espolón de proa, se refugio en la bahía de Salamina a la espera de tomar una decisión sobre si permanecer allí o dirigirse al istmo de Corinto donde, como era de prever, en el caso de ser derrotada, tenían la posibilidad de salvarse en el Peloponeso, mientras que si se estacionaban en Salamina no tenían escapatoria al quedar enredadas entre una laberíntica maraña de islas, islotes y canales angostos de complicada navegación y maniobras marineras.     Sin embargo, Temístocles impuso su criterio de permanecer allí, pues el lugar más que una trampa para ellos lo era para los persas por la gran cantidad de navíos que se estorbarían colisionando unos con otros y sin espacios de escape, ya que su propia retaguardia bloquearía la salida.
   Jerjes reunió a sus almirantes pidiéndoles su parecer que fue unánime en que, encerrada la flota griega, sería una cómoda presa, opinión de la que disintió la reina Artemisa I de Caria, curtida en sus expediciones piratas en el Egeo, exponiendo que no había necesidad de arriesgarlo todo en una batalla naval, máxime siendo ya dueños de Atenas, principio y fin de aquella guerra; que los griegos eran unos expertos marinos superiores a los persas en las artes de la navegación; que en un momento dado, faltos de víveres, se verían obligados a dividirse y dirigirse a sus respectivas ciudades, y tenéis pésimos criados, pues esos que pasan por aliados vuestros, los egipcios, los chipriotas, los cilicios, los panfilios, no son hombres para nada, mientras que si los persas eran vencidos el ejército de tierra se desmoralizaría paralizándose el avance hacia el Peloponeso sin la cobertura de la flota.
  
Jerjes agradeció el sensato y competente consejo de la reina, pero se sometió al dictamen de la mayoría, ordenando rodear la isla, controlar todos los canales de acceso para aislar a los áticos. Culminado el cerco, el rey dispuso el ataque que, tal como había señalado Artemisa, la intrincada y sinuosa geografía del lugar fue la gran aliada de los griegos que, dirigidos por Temístocles, en unas ocho horas acabaron con las naves persas hundiendo más de 200 barcos, capturando un elevado número de ellos y haciendo una gran matanza en sus tripulaciones, mientras que sus pérdidas se cifraron solamente en unos 20 navíos. Jerjes, desesperado, se sorprendía del perfecto orden de batalla de sus enemigos que les hacía muy superiores a pesar de su notable inferioridad numérica y, asimismo, se admiraba del gran valor y pericia náutica de la reina de Caria, virtudes que empleó en el momento preciso para salvarse con su flota de cinco naves intacta. Artemsia, viéndose rodeada de enemigos, se le ocurrió embestir a una galera aliada comandada por el rey Damasatimo echándola al fondo, acción que confundió a los griegos creyendo que era uno de los suyos, por lo que desistieron de la persecución.
   La derrota de los persas (Heródoto los llama bárbaros) abatió a Jerjes que decidió  retirarse a sus reinos, no sin antes reprender a sus hombres duramente, y en homenaje a Artemisa les dirigió la lapidaria y humillante alocución

A mí, los hombres se me han vuelto hoy mujeres y las mujeres hombres.

   En su retirada confió a la reina la custodia de sus hijas premiándola con largueza dejando en Grecia a su general Mardonio que en Platea, batalla en la que también participó el dramaturgo Esquilo, fue derrotado y muerto por el general Pausanias.
  
   Artemisa I ha sido proclamada la primera mujer Almirante de la Historia, pero no hay que confundirla con Artemisa II, la constructora del panteón en honor de su esposo Mausolo, el célebre Mausoleo de Halicarnaso, reputado como una de las siete maravillas del mundo.




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