martes, 19 de marzo de 2013

LA OREJA DE JENKINS


A. Casas.   
        
    No deja de ser sorprendente que una guerra, que duró nueve años, desde 1739 hasta 1748, sea conocida con tan estrambótico nombre, la oreja de Jenkins, nombre acuñado por Thomas Carlyle. Casi parece cosa de broma, pero, desgraciadamente, una guerra puede calificarse de muchas maneras menos de una broma, y más aún de las acciones navales que en ella se desarrollan, donde sin trincheras ni refugios, la oficialidad y marinería de los navíos, o de las escuadras, han de enfrentarse a los cañones enemigos casi a pecho descubierto; baste recordar que, en Trafalgar, España perdió más de mil hombres y alrededor de treinta y cinco jefes y oficiales (Gravina, Churruca, Alcalá Galiano, Alcedo, etc); los ingleses no tuvieron ni la mitad de  bajas, aunque entre ellas se encontraba la del almirante Nelson. Por cierto que el Rayo, de cien cañones, desmantelado y sin arboladura, fue apresado por los ingleses, pero el recio temporal que reinaba en la zona lo arrojó a la playa de Matalascañas (Huelva), aproximadamente a dos millas al oeste de Torre la Higuera, y a unos ocho metros de profundidad, donde su restos aún se encuentran (Refª: Antonio Payno).

   El origen de la contienda entre España e Inglaterra, se basaba en el monopolio del comercio que nuestra nación ejercía en sus colonias americanas, salvo aquellos navíos de permiso que discrecionalmente otorgaba a otras naciones extranjeras que, en ese caso, debían estar sujetas al derecho de visita de las naves de guerra españolas. Naturalmente, la mayoría de las potencias europeas no estaban conformes con esta situación, especialmente la poderosa Compañía de Indias británica que veía considerablemente mermados sus beneficios en el comercio del palo de tinte de Campeche, de la sal, la plata y el azogue, por lo que comenzaron una campaña de desprestigio hacia España, acusándola de arbitrariedades que mancillaban el honor inglés, exigiendo una rectificación que sólo podía ser obtenida con una contundente campaña bélica, sobre todo marítima que, en consecuencia y era lo que de verdad importaba, lograría el reconocimiento de libre comercio y navegación en las aguas del Caribe, eliminando de paso el enojoso derecho de asiento que tantos perjuicios les ocasionaba.
   Los partidarios de la guerra estaban dirigidos por el duque de Newcastle que difícilmente podían ser controlados por el Primer Ministro Walpole, pero, al fin, el duque encontró el gran motivo para inclinar a la opinión pública a su favor, magnificando y dramatizando un episodio sin apenas importancia, o no tanta como se le dio.
   Robert Jenkins era el armador y patrón de una pequeña embarcación, la Rebecca, que vivía del contrabando entre la Florida y la isla de Cuba, y que por el escaso porte y valor de las mercancías que comerciaba no merecían la atención de las autoridades de La Habana que hacían la vista gorda a los trapicheos del inglés; pero un mal día de 1731, el capitán Fandiño, al mando de un guardacostas, la Isabela, abordó en altamar a Jenkins con el propósito de ejercer el derecho de visita reglamentario, mas el patrón  se negó rotundamente y con tal furia que Fandiño se vio obligado a desenfundar su pistola y descerrajar un tiro que arrancó media oreja al contrabandista, quien, de vuelta a la Florida presentó la oportuna queja al gobernador que envío a Londres un informe lleno de fantasías y falsedades manipulando el incidente. Este era el gran pretexto que necesitaba el duque de Newcastle que trajo a Jenkins al Parlamento para que, bien aleccionado y con una oreja en la mano, narrara el episodio del que fue víctima, contando mil humillaciones y torturas recibidas, aunque no se le exigió el oportuno juramento sobre la veracidad de su declaración que finalizó con un teatral y patético encomendé mi alma a Dios y mi causa a la patria.
   Pero el indignado pueblo inglés tragó el anzuelo reclamando la reparación de la afrenta que solo podía ser lavada con la inmediata declaración de la guerra contra España. Walpole, en principio, logró frenar las airadas protestas, alcanzando (Convención del Pardo) un acuerdo con la Corona española que se comprometía a conceder una indemnización de 95.000 libras por los daños causados que Felipe V se negó a pagar, si antes no recibía las 68.000 libras que le debían la Compañía del Mar del Sur y la Compañía Real, ambas británicas, cantidad estipulada en el Tratado de Asiento de Negros (26 de Marzo de 1713) por el que se las autorizaba a la introducción de esclavos negros (144.000)  en las Indias por tiempo de treinta años.
   La suerte estaba echada y el rey Jorge II declaró la guerra el 30 de octubre de 1739, gesto al que correspondió Felipe V el 28 de Noviembre. La contienda fue larga y dura, y en ella destacó la más brillante y última guerra del corso, en la que participaron dos corsarios de Huelva, el onubense José Valera, propietario del buque longo Nuestra Señora de la Soledad, y el moguereño Manuel Romero, capitán y dueño del San Antonio y las Ánimas, que hicieron numerosas presas a lo largo de la costa portuguesa.

            A la muerte de Felipe V, el 9 de Julio de 1746, le sucedió su hijo Fernando VI que firmó la paz de Aquisgrán, en 1748, dando fin a la llamada Guerra de la oreja de Jenkins, en la que Inglaterra sufrió la más humillante derrota de su flota en pérdidas de hombres, más de 6.000, y barcos en el fracasado asalto del Almirante Vernon a Cartagena de Indias en 1741, defendida por Blas de Lezo, conocido como medio hombre por las numerosas heridas y mutilaciones habidas en batallas navales. Para esta campaña Inglaterra trasladó al Caribe 124 navíos y 51 fragatas a las que España oponía 33 navíos y 12 fragatas  El inglés, fiado de esta superioridad y convencido de su victoria, la proclamó con pretenciosa antelación siendo celebrada en Londres con grandes festejos y mandándose labrar unas medallas conmemorativas en las que aparecía Lezo arrodillado ante Vernon entregándole su espada y aureolada con la inscripción el orgullo de España humillado por Vernon.
   Cuando se supo la vergonzosa verdad del desastre, el rey Jorge II prohibió que se hablara, comentara o publicara nada de lo ocurrido, ni que los historiadores la contaran. Era una página que había que borrar de la Historia de Inglaterra.



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